19 may 2007

Simone

Simone, mi vecina, se asomó por la ventana, saludó y caminó hacia mí. De contextura delgada y expresiones únicas, su rostro no se me olvida fácilmente. Traía puesto un vestido del color de las hojas secas, pero ligero como el verano. El escote mostraba su cuello vacío y recorría desde sus pequeños pechos, hasta un cuarto de su espalda. Cuando se distraía, aprovechaba para mirar sus senos. Jamás he visto una sonrisa tan provocadora y unos ojos negros que brillaran tanto como los de Simone. Me gusta pensar que sus gestos provienen, alternadamente, de su ser alegre y de su ser maligno; elijo sentir que he sido tentado por tales gestos antes que sublimado, porque prefiero el placer antes que la felicidad. Sin embargo, con ella uno nunca pude estar seguro de lo que puede sentir.
En un abrir y cerrar de ojos, Simone se transmutó en Francesca porque no quiso seguir disimulando ante mí. Francesca no busca a alguien que la quiera, sino a alguien que la ame; no le gustan las caricias, pero sí las miradas fijas que se asemejan a flechas cubiertas de fuego en su punta.
Conteniendo el deseo reprimido aguardé que un roce casual entre nuestros cuerpos desatara la lujuria, no sucedió. No obstante, sus carnosos labios habían renovado la malicia que mi cuerpo había suprimido hace tiempo y que añoraba inconscientemente.
Durante la metamorfosis de Simone en Francesca, el lugar donde nos encontrábamos también mutó. La habitación en la que ahora nos encontrábamos no se parecía a ninguna en la que alguna vez estuve, ví o imaginé. Entre Francesca y yo había algo extraño y fascinante que no sentí con Simone: una sensación de bienestar que no me atreví a mencionarla en ese momento por miedo a que desapareciera.

Fugamos de aquel lugar y caminamos por horas, sin dirección. Nos detuvimos frente a una casa llena de luz, una hacienda creo, rodeada de campo verde y cielo negro. Entramos allí sin preguntar apoderándonos de todo en su interior y nos embriagamos hasta el alma para recobrar la locura. De allí en adelante, Francesca no paró de reír y yo no pude evitar sentirme incómodo con su risa; molesto conmigo mismo por mi incapacidad de actuar.
Miré a nuestro alrededor y me percaté que había
más personas entre nosotros; poco a poco fueron apoderándose de la sala, el comerdor y la cocina, en fin... irrumpiendo el ambiente y llenándolo con conversaciones y risas estridentes.
¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? Tal vez fueron atraídos por el rastro de deliberadamente dejó mi destino y sus risas insoportables, seguramente, anuncian mi castigo, me dije a mi mismo.

Para ahuyentarlos, imploré a una divinidad que me devolviera la voluntad que me había arrebatado. Los fulminaría un por uno, como un demente que fue dignosticado así injustamente y acabase de recobrar su libertad ante quienes lo condenaron.
Mientras aguardaba su respuesta me preguntaba: ¿Son estas personas los dueños de mi suerte? Las estentóreos sonidos que provenían de aquellas personas eran tan molestos que, al no escuchar respuesta alguna, decidí destrozar mis oídos y correr hacia mi nuevo protector: el silencio. Una vez realizado el sacrificio-amputación, me percaté que Francesca pertenecía ahora a un mundo diferente al mío, al mundo sonoro. Francesca siguió riendo en voz alta sin darse cuenta de lo que había pasado, yo no tuve más que marcharme…